Ocurrió hace unos días en el Foro Mundial de Davos, donde una de las atracciones fue un robot llamado Sofía. Según cuenta la diputada de Kiev Alona Shkrum, alguien invitó al androide al ‘stand’ ucraniano y ahí le preguntaron qué se podía hacer para acabar con la corrupción en esta ex república soviética. El software del robot colapsó y se quedó ‘colgado’. El Gobierno ucraniano, atenazado por una guerra congelada en el este, un nacionalismo que ya censura libros y una deuda difícil de domar, sigue intubado al respaldo occidental, tratando de no dar ningún chispazo como el del androide Sofía. El presidente Petro Poroshenko prometió al asumir el cargo un país limpio de corrupción y en paz.
El próximo mes de febrero se cumplen tres años de unos acuerdos de Minsk que sirvieron para frenar la sangría de la guerra pero que no han desembocado en una negociación. Kiev sigue sin controlar Donetsk y Lugansk, que tampoco han recibido el estatus especial prometido.
La guerra se ha convertido en una vía de escape para el Gobierno, que culpa a Rusia de sus males y prepara mano dura en el este. Mientras, la transparencia prometida vive horas bajas con unas autoridades acusadas de boicotear las instituciones creadas para combatir la corrupción. “Poroshenko cree que Washington y Bruselas le apoyarán haga lo que haga mientras dure la guerra contra las fuerzas respaldadas por Rusia en el este”, se lamentaba hace unos días el escritor y periodista Maxim Eristavi.
Rusia, “Estado agresor”
Mientras, el Parlamento ultima la ley para la reintegración de las regiones orientales de Donetsk y Lugansk a Ucrania, en la que declara la zona de conflicto como “territorios temporalmente ocupados” por grupos armados controlados por Rusia. Tras numerosas enmiendas, el documento, declara a Rusia como “Estado agresor”, y pone en manos del Ministerio de Defensa y del Ministerio del Interior la redacción de una hoja de ruta para recuperar esos territorios hasta lograr “la ausencia completa de militares rusos”. Establece la creación de un mando conjunto para “contrarrestar la agresión rusa”, todo ello sin mencionar los acuerdos de paz firmados en Minsk y equiparando implícitamente Crimea y Donbás. “Ucrania tiene que actualizar el marco legal que regula estos territorios temporalmente ocupados, que están administrados por Rusia y son fruto de una agresión rusa”, explica a EL MUNDO, Sergiy Kyslytsya, viceministro de Asuntos Exteriores de Ucrania.
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Las ONG están preocupadas. Ahora el mando del Ejército en la zona de conflicto tendrá derecho a restringir la entrada de personas o vehículos a los territorios ocupados, verificar la documentación de civiles y funcionarios, así como al uso de la fuerza contra “aquellos que violan la ley o intentan entrar ilegalmente en la zona de combate”. Darina Tolkach es una de las coordinadoras de Derecho a Protección, una entidad que da asistencia legal a las personas desplazadas dentro de su propio país: “Desde el punto de vista práctico supone más poder para las fuerzas del orden y una limitación de derechos y de la asistencia humanitaria, algo que puede provocar una segunda oleada de refugiados, gente que prefiera moverse más allá de donde está hacia otras zonas controladas por el Gobierno”. Aunque no ve contradicción directa con los acuerdos de Minsk, cree que la nueva ley “no apunta a la integración” de territorios.
El peor año en bajas civiles
No se vislumbran salidas, pero muchos ucranianos están hartos de leer en los medios extranjeros que en su país hay una guerra ‘congelada’: “No es así, van ya 10.303 muertos y 24.778 heridos según datos de la OSCE de 2017, un año que ha sido peor en cuanto a muertes de civiles que 2016”, recuerda Katerina Zarembo, profesora de Ciencia Política de la Universidad de Kiev. Sus compatriotas desayunan casi cada día con noticias de nuevas bajas del frente. “11 soldados ucranianos han muerto y 50 han resultado heridos desde el 23 de diciembre de 2017, cuando iba a empezar el alto el fuego de Navidad”, dice el viceministro Kyslytsya.
Las autoridades ucranianas y los separatistas prorrusos iniciaron en diciembre el mayor intercambio de prisioneros de guerra desde que hace cuatro años estalló el conflicto. Ese mismo mes el departamento de EEUU aprobó que se otorguen licencias a empresas estadounidenses para vender armas letales a Ucrania. Moscú -que no reconoce su injerencia en Donbás pero que sigue poniendo y quitando líderes separatistas en las zonas rebeldes- ha expresado su preocupación porque la medida puede reavivar el conflicto. “La Historia demuestra que Moscú sólo entiende el uso de la fuerza”, responde el viceministro Kyslytsya, que cree que “la ayuda occidental envía además un mensaje al Kremlin de que cualquier intento de agresión hacia Ucrania tendrá un alto coste para Rusia”.
Cerca del frente, la vida sigue entre una mezcla de “depresión” y “tranquilidad”. “Todos parecen haber olvidado que a 70 kilómetros hay otra vida”, explica desde Kramatorsk Olga, que prefiere no revelar su identidad: “Siguen los cortes de agua y de luz, los ‘checkpoints’”. Incluso la ‘normalidad’ sigue siendo muy extraña en esta franja de Donbas, donde esperan que el nuevo régimen excepcional no suponga una traba a su participación en unas futuras elecciones, en las que Poroshenko y los que apoyan al Gobierno saben que no recibirán muchos votos de esa ‘zona gris’.